sábado, 9 de enero de 2016

El ingenio que cambió el destino de un estado

Después de mucho tiempo, he decidido retomar el blog, espero que le pueda dar la continuidad que tuvo. Ganas no me faltan, lo aseguro.

He pensado bastante que tema utilizar para retomar el blog. Había muchas opciones: historias, vocabulario, efemerides,... pero he decidido retomarlo con una de mis historias favoritas. La historia de un niño de marginal que con ingenio, formación y apoyo fue capaz de cambiar el destino de todo un estado.

Ese niño es, incluso hoy en día, poco conocido. Su nombre es Joseph von Fraunhofer. Joseph nació en una ciudad cercana a Munich, llamada Straubing en 1787. Quedó huérfano a los 11 años y para poder sobrevivir le tocó trabajar en un taller de cristalero, llamado Weichelsberger. No lo trataba demasiado bien, no le pagaba y no le dejaba ir a la escuela dominical, único lugar donde podría aprender algo diferente a su oficio. Su vida no parecía muy halagüeña, pero como otras tantas veces, una desgracia hizo cambiar totalmente su vida: en 1801 un accidente tumbó el taller donde trabajaba y fue rescatado por el mismísimo príncipe de Baviera, Maximiliano IV.

Éste, apenado del chaval, dado que el cristalero falleció en el accidente le dio 18 ducados para que sobreviviera. Fraunhofer no se dedicó a gastarse el dinero, sino que se compró una máquina propia de corte de vidrio y se dedicó a aprender. El propio consejero del príncipe Joseph von Utzschneider cuidó del chaval durante los años siguiente, mientras aprendía su oficio. En 1806, 5 años después del accidente, una vez acabada la formación como óptico, ingresó en la Facultad de Matemáticas y el Instituto de la Mecánica, que se había creado en 1802 para desarrollar los ingenios de los inventores de la zona.

Desde 1807 fue desarrollando ingenios en el campo de la óptica: nuevas máquinas de molienda de vidrio y conseguir crear lentes mejoradas, punteras a nivel mundial. Incluso inventó una forma de montar las lentes que permitían corregir grandes defectos de la vista, colocandolas con un espacio de aire entre ellas. Consiguió la estabilidad y unos conocimientos que pudo aplicar a otros campos, en concreto uno que ese momento estaba en el candelero: la astronomía.

En 1814, la óptica y los cristales alcanzó tal importancia que la parte de óptica se independizó del resto del Instituto, creándose el Instituto de la óptica. Ese mismo año Fraunhofer detectó, como Wollaston unos años antes, que la luz del Sol no se descomponía únicamente en 7 colores, sino que aparecían también unas líneas negras, su espectro, creando la astrofísica, hoy en día imprescindible en el conocimiento del Universo.

Sin embargo, no se quedó ahí. Siguió avazando y estudiando lo que le llevo a ser también pionero para las telecomunicaciones, pues, entendió, gracias a la matemática y las peculiaridades de la misma que la luz podría transportarse indefinidamente. Demostró que la difracción en algunos cristales puede ser casi del 100%, en función del ángulo de incidencia del rayo.

Incluso, sus conocimientos le permitieron construir en 1824 el mayor telescopio del mundo. Una réplica de este, construida en 1829 instalada en Berlín, permitió el descubrimiento de Neptuno en 1846.

Fue ampliamente reconocido aunque su origen humilde y sin formación retrasó su entrada en la Academia de Munich, que terminó aceptándolo en 1821 y de pleno derecho, siendo profesor de física, en 1823.

Murió en 1826 de tuberculosis, a una edad temprana. Sólo 39 años. Sin embargo, había conseguido que la región se convirtiera para siempre en una referencia de la óptica, sustituyendo a Inglaterra. Fraunhofer apostó por el desarrollo de la tecnología desde el conocimiento y este desarrollo tecnológico desembocó, casi 100 años después en que Baviera fuese el centro tecnológico del país y donde se crearon las primeras y fundamentales fábricas de un nuevo producto: el automóvil. Audi, BMW, nos suenan a todos. Y sí convirtió a ese estado en el principal motor económico alemán y hoy en día, de Europa.

Lo que lleva a pensar que invertir en formación no es nunca mala inversión, aunque los frutos se recojan, a veces, unos cientos de años después. 

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